La geografía hace que la región sea vulnerable: se encuentra a lo largo de rutas transnacionales utilizadas no solo por los traficantes de drogas sudamericanas destinadas a los consumidores estadounidenses, sino también por un flujo cada vez más globalizado de migrantes que esperan encontrar libertad y oportunidades económicas al cruzar la frontera de EE. UU.
La proximidad a Estados Unidos también hace que la región sea atractiva para competidores ansiosos por desafiar la influencia estadounidense. En la última década, China ha persuadido a los gobiernos de Honduras y El Salvador para que rompan relaciones con Taiwán, prometiendo aumentar el comercio y la inversión, especialmente en infraestructura. Guatemala y el vecino Belice son ahora los únicos países que mantienen relaciones con Taiwán en Centroamérica, junto con Paraguay en Sudamérica, Haití y tres pequeños Estados insulares del Caribe.
Pero el norte de Centroamérica también ha demostrado una notable resiliencia. A pesar de la pobreza y la violencia persistentes, una región que sufrió guerras civiles y regímenes militares hace apenas tres décadas ha logrado avances significativos, aunque de manera desigual. En términos generales, los centroamericanos del norte han logrado mayor prosperidad, aunque las zonas rurales siguen rezagadas y el número de personas que viven en asentamientos urbanos dominados por el crimen ha aumentado drásticamente. La gobernanza democrática también ha perdurado, aunque Freedom House califica a El Salvador, Honduras y Guatemala como solo “parcialmente libres”.
Y a diferencia de los países más ricos de Sudamérica, donde China es ahora el principal socio comercial y una fuente importante de inversión extranjera, Estados Unidos sigue siendo el referente económico, político y cultural de la región.
Con el secretario de Estado de EE. UU., Marco Rubio, prometiendo priorizar “nuestro propio vecindario”, los formuladores de políticas deberían aprovechar una de las mayores fortalezas de Estados Unidos en la región: las múltiples conexiones, intereses mutuos y valores compartidos que unen a la sociedad centroamericana y estadounidense. Las sólidas asociaciones entre EE. UU. y Centroamérica —no solo con funcionarios gubernamentales, sino también con diversos actores, incluidos empresarios, medios de comunicación independientes, defensores de los derechos humanos, líderes religiosos y activistas locales— pueden actuar como multiplicadores de fuerza, fortaleciendo la gobernanza al proporcionar servicios, probar nuevos enfoques y detectar fraudes, haciendo que toda la región (incluido EE. UU.) sea más fuerte, más segura y más próspera.
Un enfoque en la seguridad
La participación de EE. UU. en el norte de Centroamérica ha girado frecuentemente en torno a esfuerzos para mejorar la seguridad mediante la interrupción del flujo de drogas ilícitas y la reducción de la violencia que obstaculiza el desarrollo e impulsa la migración. Desde 2016, el Congreso ha asignado más de 3,700 millones de dólares a la región a través de diversos programas, incluida la Iniciativa de Seguridad para América Central (CARSI, por sus siglas en inglés), una estrategia interinstitucional diseñada para apoyar la interdicción de narcóticos, desmantelar redes criminales, prevenir la violencia pandillera y fortalecer la policía local mediante la provisión de equipos, asistencia técnica y capacitación.
La mayor parte del financiamiento en seguridad se destinó a los tres países del llamado Triángulo Norte, aunque los otros cuatro países centroamericanos (Belice, Nicaragua, Costa Rica y Panamá) también recibieron asistencia.
¿Ha funcionado CARSI? Sí y no. Desde su punto más alto a principios de la década de 2010, la violencia criminal en la región ha disminuido considerablemente debido a una combinación de factores. No obstante, según una de las pocas revisiones sistemáticas sobre la asistencia en la región, una mejor vigilancia policial combinada con programas de prevención de violencia puede tener un impacto positivo, especialmente cuando estos últimos están adecuadamente financiados y enfocados hacia las comunidades en riesgo.
La inseguridad sigue obstaculizando el desarrollo, privando a los centroamericanos de la esperanza de llevar vidas seguras y productivas en sus propios países. Las fuerzas de seguridad que se encuentran abrumadas por la delincuencia callejera no pueden hacer frente a la mayor amenaza de la región: los grupos criminales transnacionales que usan el área para diversas actividades ilícitas, incluyendo el tráfico de drogas, cooptando a funcionarios locales en el proceso.
Estados Unidos debe reevaluar constantemente su participación en el norte de Centroamérica para adaptarse a amenazas en permanente evolución. Necesita trabajar tanto a nivel nacional como comunitario para aprovechar los avances logrados y fomentar asociaciones que permitan reducir la necesidad futura de una intervención estadounidense directa.
Competencia china
En los últimos años, China ha cortejado a los gobiernos de Centroamérica, ofreciendo proyectos de construcción de alto perfil, como carreteras y estadios, para incentivarlos a romper relaciones con Taiwán. Sin embargo, muchas de las promesas chinas no se han concretado, dejando a la región con crecientes déficits comerciales y una deuda externa en aumento.
En 2023, Honduras se convirtió en la nación centroamericana más reciente en reconocer a la República Popular China; El Salvador ya lo había hecho en 2018. Solo Guatemala sigue reconociendo a Taiwán, a pesar de las represalias chinas, incluida una prohibición en 2024 a la importación de café guatemalteco.
No obstante, la influencia cultural, económica y política de China sigue siendo mínima. Estados Unidos, que mantiene un superávit de 8.000 millones de dólares con la región a través del Tratado de Libre Comercio entre Centroamérica, República Dominicana y EE. UU. (CAFTA-DR), sigue siendo con gran diferencia el principal socio comercial de la región. Además, EE. UU. alberga a unos 3,3 millones de personas nacidas en Centroamérica (1,4 millones de El Salvador, 1,1 millones de Guatemala y 770.000 de Honduras). Aunque la mayoría de los migrantes centroamericanos en EE. UU. tienen menos educación que la población inmigrante en general o los ciudadanos nacidos en EE. UU., presentan tasas más altas de participación en la fuerza laboral, especialmente en sectores clave como la construcción, la agricultura y los servicios de alimentación.
Los centroamericanos envían gran parte de sus ingresos a sus países de origen. Las remesas representan aproximadamente una cuarta parte del PIB en Honduras y El Salvador, y cerca de una quinta parte en Guatemala. Los economistas advierten que reducir este flujo, en lugar de formalizarlo y movilizarlo para inversiones productivas, podría empujar a millones aún más hacia la pobreza.
Estos estrechos lazos económicos y sociales han convertido a los centroamericanos en una de las poblaciones más pro-estadounidenses del hemisferio. Mientras que el nacionalismo tiñe las percepciones de EE. UU. en México y Sudamérica, las actitudes centroamericanas hacia EE. UU. son abrumadoramente positivas: más del 80 % de los encuestados en Guatemala, El Salvador y Honduras tienen una opinión favorable de Estados Unidos, según la encuesta Latinobarómetro 2024. En contraste, solo alrededor del 50 % tiene una opinión favorable o muy favorable de China. Sin embargo, Estados Unidos debe cuidar y fortalecer estas relaciones favorables de manera estratégica.
Democracias precarias
El norte de Centroamérica sigue siendo políticamente y económicamente frágil. La región fue una de las últimas en América en salir del dominio militar. Honduras sufrió un golpe de Estado en 2009 que aún polariza su política. Guatemala y Honduras emergieron de brutales conflictos armados en la década de 1990 que dejaron un saldo de aproximadamente 150,000 guatemaltecos muertos o desaparecidos y 75,000 salvadoreños. Los acuerdos de paz, negociados con la ayuda de las Naciones Unidas y Estados Unidos, trajeron cierta estabilidad política, pero ni seguridad ni prosperidad.
El fracaso de los gobiernos electos para garantizar la seguridad ciudadana o proporcionar empleos estables y bien remunerados —sumado a sistemas judiciales incapaces o no dispuestos a abordar la corrupción profundamente arraigada— no solo está impulsando la migración, sino también debilitando las normas y valores democráticos. Hoy en día, casi la mitad de los hondureños (43 %), un tercio de los guatemaltecos (33 %) y alrededor de una cuarta parte de los salvadoreños (26 %) creen que no hace diferencia si un gobierno es democrático o no, según la encuesta Latinobarómetro.
Sin embargo, las actitudes hacia la democracia son cambiantes. En Guatemala, el apoyo a la democracia aumentó siete puntos entre 2023 y 2024, después de la sorpresiva victoria de Bernardo Arévalo en las elecciones presidenciales de 2024.
Su predecesor, el presidente Alejandro Giammattei, tomó medidas a lo largo de su mandato para socavar la independencia del poder judicial y la sociedad civil, incluidos los medios de comunicación. Durante el proceso electoral, el gobierno saliente intentó inclinar la balanza al excluir candidatos tanto de izquierda como de derecha.
El mensaje anticorrupción de Arévalo resonó entre los votantes guatemaltecos. Actores de la sociedad civil —liderados por líderes indígenas— se movilizaron para defender los resultados, tomando las calles en protestas a nivel nacional. El gobierno de EE. UU. también intervino, revocando las visas de cientos de legisladores guatemaltecos por intentar impedir que Arévalo asumiera el cargo.
En El Salvador, el presidente Nayib Bukele obtuvo una victoria electoral arrolladora en 2024, basada en su éxito en la erradicación de las poderosas pandillas del país. El Salvador pasó de tener una de las tasas de homicidio más altas del mundo a una de las más bajas, aunque algunos analistas cuestionan las estadísticas oficiales del gobierno salvadoreño.
El éxito de Bukele ha tenido un costo enorme. Su gobierno suspendió las garantías del debido proceso en marzo de 2022 bajo un estado de excepción que sigue vigente casi tres años después. En virtud de este decreto, el gobierno ha arrestado a más de 80,000 sospechosos, la mayoría de los cuales siguen en prisión en espera de juicio.
Incluso antes de imponer el estado de excepción, el gobierno de Bukele consolidó su control sobre la legislatura nacional y los tribunales, purgando el sistema judicial de fiscales y jueces independientes. Los críticos denuncian que El Salvador se ha convertido en un estado de partido único, bajo un estado de emergencia permanente que restringe las libertades civiles y criminaliza la disidencia.
El gobierno de mano dura de Bukele lo ha convertido en el presidente más popular —o el "dictador más cool"— de América Latina. Sin embargo, su consolidación del poder es parte de una tendencia peligrosa hacia el autoritarismo, utilizando herramientas empleadas tanto por líderes de derecha como de izquierda.
Honduras enfrentará elecciones generales en noviembre de 2025 en un contexto de creciente desconfianza y polarización. Es el segundo país más pobre de Centroamérica (después de Nicaragua) y el menos estable. Como sus vecinos, su futuro como una democracia defectuosa pero funcional sigue siendo incierto.
Aunque nunca sufrió los brutales conflictos armados que devastaron a Guatemala y El Salvador a finales del siglo XX, Honduras vivió décadas de gobiernos dominados por los militares. Las fuerzas armadas intervinieron nuevamente en 2009 para derrocar a un gobierno electo, lo que abrió paso a 15 años de gobiernos cada vez más corruptos del Partido Nacional. El expresidente Juan Orlando Hernández se encuentra actualmente en una prisión federal de EE. UU. por cargos de narcotráfico.
La actual presidenta, Xiomara Castro, fue elegida en 2021 con grandes expectativas de una renovación democrática. Sin embargo, su gobierno también ha enfrentado acusaciones de corrupción a alto nivel e interferencia judicial. En lugar de fortalecer la democracia electoral, el gobierno de Castro se ha alineado con Nicolás Maduro en Venezuela, llegando a calificar su elección fraudulenta de 2024 como un “triunfo incuestionable”.
La capacidad de Honduras para celebrar elecciones creíbles dependerá de la independencia de sus tribunales y autoridades electorales. También dependerá de la disposición de observadores internacionales y nacionales para supervisar tanto la campaña como el conteo de votos. Quizás lo más importante sea el papel de actores civiles sólidos —desde asociaciones empresariales hasta grupos de derechos humanos y organizaciones religiosas— que estén dispuestos a defender su derecho a un voto democrático.
Nicaragua: Una advertencia para la región
Al sur de Honduras se encuentra Nicaragua, otro país centroamericano altamente dependiente del comercio con EE. UU. y de las remesas de migrantes. Nicaragua es hoy una dictadura en pleno funcionamiento: desde que asumió el poder en 2006, el presidente Daniel Ortega ha socavado la independencia de las autoridades electorales, ha cooptado el sistema judicial y ha intimidado o cerrado medios de comunicación, todo mientras enriquecía a su familia y aseguraba el respaldo de empresarios afines mediante acuerdos corruptos.
La represión se intensificó después de 2018, cuando las fuerzas de seguridad mataron a más de 300 manifestantes. Desde entonces, Ortega ha orquestado su reelección en una votación fraudulenta tras arrestar a sus opositores, ha cerrado miles de organizaciones sin fines de lucro, ha detenido y exiliado a líderkes de la Iglesia Católica, y ha deportado a cientos de disidentes tras despojarlos de su ciudadanía. Nicaragua se ha alineado firmemente con las otras dos dictaduras de la región: Cuba y Venezuela. Además, ha aceptado equipo militar y entrenamiento de Rusia, incluyendo acceso a aeronaves y buques militares.
Bajo el gobierno de Ortega, la emigración se ha disparado, con una cifra estimada de 200,000 personas huyendo del país —el mayor éxodo en la historia moderna de Nicaragua, superando el número de refugiados de los conflictos armados de los años 70 y 80.
PHOTO: Un grupo de migrantes cruza un río en el Tapón del Darién, el estrecho tramo de selva que conecta Colombia y Panamá. 3 de agosto de 2023. (Federico Rios/The New York Times)
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