En los últimos dos años, el gobierno hondureño ha extendido la medida a gran parte del país, incluyendo tanto áreas urbanas afectadas por la violencia de las pandillas como regiones menos pobladas, como la Costa Atlántica, utilizada por los traficantes que traen cocaína sudamericana a Honduras para su transporte a través de Centroamérica y México hacia Estados Unidos.
Pero el impacto ha sido, en el mejor de los casos, mixto. El gobierno de Castro se atribuye el mérito de reducir los homicidios, aunque la tasa por cada cien mil habitantes ha disminuido (de manera desigual) desde que alcanzó una máxima de 77 por cada 100,000 personas en 2011. Honduras sigue siendo uno de los países más violentos de América Latina y sufre las tasas más altas de feminicidio de la región. Y aunque la extorsión es notoriamente difícil de medir (las víctimas tienden a no denunciar por temor a las represalias de las pandillas), sigue siendo generalizada. Una encuesta nacional realizada por la ONG hondureña Asociación para una Sociedad más Justa (ASJ), estimó que durante los primeros seis meses del estado de excepción la victimización por extorsión aumentó, del 9 por ciento de los hogares al 11 por ciento.
Mientras tanto, en el país vecino de El Salvador, el régimen de excepción del presidente Nayib Bukele, que comenzó en marzo de 2022, transformó el país en cuestión de semanas. Los barrios empobrecidos, que alguna vez estuvieron bajo el control de las pandillas en San Salvador, ahora parecen estar en gran medida libres de extorsión. Las tasas oficiales de homicidios se han desplomado alrededor de 2.4 por cada 100.000 personas, frente a un máximo de 100 por cada 100,000 en 2015. (Aunque los críticos argumentan que el gobierno subestima los homicidios al excluir los muertos en enfrentamientos con la policía o descubiertos en fosas clandestinas).
¿Por qué el impacto de las medidas de emergencia ha sido tan dramático en El Salvador y no en Honduras? Los dos países se encuentran en el turbulento norte de Centroamérica, una región que emergió del régimen militar y la guerra civil en la década de 1980 sólo para verse abrumada por la violencia criminal a principios de la década del 2000. Ambos han compartido una amenaza común: poderosas pandillas callejeras o maras, sobre todo la Mara Salvatrucha o MS-13 y Barrio 18, que reclutan a jóvenes empobrecidos y descontentos con el señuelo de ingresos, poder e identidad. Y ambos han enviado a millones de migrantes (autorizados y no autorizados) a Estados Unidos en busca de seguridad y oportunidades económicas.
Pero a pesar de estas similitudes, Honduras enfrenta una amenaza criminal más compleja que El Salvador, y con menos capacidad para enfrentarla. La relación del gobierno salvadoreño con las pandillas—moldeada por años de oscilación entre la confrontación y la acomodación— es única en América Latina. Además, sus instituciones de seguridad y justicia estaban facultadas para detener a decenas de miles de sospechosos y luego mantenerlos en prisión sin las debidas garantías procesales. Esto hace que el modelo salvadoreño no solo sea difícil de replicar, sino incompatible con el Estado democrático que salvaguarda los derechos fundamentales.
Las promesas de campaña se encuentran con la realidad
Xiomara Castro asumió el cargo en enero de 2022 en medio de grandes esperanzas de cambio social y político. Había hecho campaña con una plataforma que prometía construir un "Estado socialista y democrático" que protegería los derechos humanos, frenaría la corrupción y desmilitarizaría la seguridad pública. Pero hacia el final de su primer año en el cargo, su gobierno enfrentó críticas por no frenar el crimen. Los líderes empresariales advirtieron que la extorsión estaba fuera de control y afectaba a grandes y pequeñas empresas por igual. Entre los más afectados se encontraban los conductores de autobuses y taxis, que en octubre de 2022 cerraron el transporte público en Tegucigalpa, exhibiendo ataúdes en memoria de los asesinados por no realizar los pagos de extorsión.
El 24 de noviembre, la Secretaría de Seguridad hondureña respondió con un “Plan Integral para el Tratamiento de la Extorsión”, que incluyó reformas legales, mejoras tecnológicas e institucionales, programas comunitarios, reformas penitenciarias y mecanismos de coordinación institucional. Ese mismo día la presidenta Castro anunció que iniciaba su guerra contra la extorsión imponiendo un estado de excepción.
Castro estaba siguiendo el ejemplo del presidente de El Salvador, quien había declarado el estado de emergencia ocho meses antes. También estaba incumpliendo sus promesas de campaña de dar prioridad a los derechos humanos y reducir el papel del ejército en la aplicación de la ley en el país. Su gobierno redobló la apuesta en junio de 2023, dando al ejército el control de las cárceles y un año después anunciando planes para construir una “mega cárcel” con capacidad para albergar a 20,000 reclusos, una versión más pequeña del CECOT (Centro de Confinamiento por el Terrorismo), con capacidad para 40,000, construido por el gobierno salvadoreño en 2022.
La retórica de Castro tiene paralelos con la de Bukele. La presidenta de izquierda, que alguna vez había enfatizado la necesidad de la vigilancia comunitaria y programas sociales, llamó a los pandilleros terroristas y prometió reformar el código penal para institucionalizar medidas de emergencia como permitir que las autoridades detengan a los líderes de las pandillas sin cargos y los procesen en juicios colectivos.
A pesar de la retórica cada vez más dura del gobierno, hay poca evidencia de que el estado de excepción haya frenado el poder de las pandillas para intimidar y extorsionar. En algunas áreas, el problema parece estar empeorando a medida que nuevos grupos se suman a la estafa.
“Nuestro sector no sólo sigue pagando la renta, sino que subió la tarifa”, dijo a periodistas Jorge Lanza, propietario de autobuses y organizador del sector del transporte. “Y otras bandas criminales emergieron. El sector del transporte urbano sigue siendo la principal víctima”.
Las pandillas también siguen dominando los barrios urbanos marginados con altos índices de pobreza y subempleo. “El estado de excepción no ha tenido mayor impacto en las comunidades”, dijo Leonardo Pineda, quien dirige JUSIVE, una organización que trabaja con jóvenes en riesgo en San Pedro Sula. “No hay diferencia en términos de seguridad o control de pandillas”.
El panorama criminal
Una de las razones por las que la represión en Honduras parece más retórica que realidad es la capacidad de las fuerzas de seguridad. El Salvador, el país más pequeño y densamente poblado de Centroamérica, tenía unos 418 policías por cada 100.000 habitantes en 2023, según estadísticas compiladas por la Asociación para una Sociedad más Justa (ASJ). Honduras, que es cuatro veces más grande que El Salvador y tiene el doble de población, tiene sólo 184 oficiales por cada 100.000 habitantes. El presidente Bukele también ha invertido mucho en las fuerzas armadas, con planes de duplicar su tamaño de 20,000 a 40,000 soldados para 2026.
El gobierno hondureño prometió aumentar el número de policías de 18,920 en 2021 a 28,000 para 2026, lo que significaría capacitar e incorporar a unos 1,800 nuevos agentes cada año. En cambio, el número de agentes ha disminuido ligeramente en los últimos dos años, de 18,047 en 2022 a 17,920 en 2023 y a 17,436 en 2024, según ASJ.
Pero quizás la diferencia más importante es que los dos países se enfrentan a diferentes amenazas criminales. Honduras se enfrenta no sólo a pandillas, sino también a organizaciones de narcotráfico, que han penetrado y corrompido al gobierno a nivel nacional y local. El predecesor de Castro, el expresidente Juan Orlando Hernández, fue condenado en junio de 2024 en un tribunal federal de Estados Unidos por conspirar para contrabandear toneladas de cocaína. Su ex jefe de policía, Juan Carlos Bonilla, fue condenado por cargos similares en agosto.
También hay diferencias importantes entre la naturaleza de la amenaza de las pandillas en Honduras y El Salvador. Algunos analistas argumentan que la MS-13 se ha vuelto más sofisticada y se ha adentrado en el negocio de las drogas, desde las ventas minoristas locales hasta el tráfico internacional y el lavado de dinero. La disminución de los homicidios en algunas áreas puede ser simplemente el resultado de un cambio en las tácticas criminales.
“La MS ya no extorsiona a pulperías y mercaditos en los territorios que controlan porque les interesa más que el barrio esté tranquilo,” dijo un oficial de policía a los investigadores de ASJ. “Es mejor tener al ciudadano como amigo que como enemigo”, y agregó que la MS “ya no era una pandilla callejera. Son más como la mafia rusa”.
Mientras tanto, han surgido nuevas maras. Las empresas de autobuses y taxis son especialmente vulnerables porque atraviesan diferentes territorios criminales, siendo extorsionados por múltiples grupos en el camino. La extorsión en Honduras tampoco se limita a las pandillas. ASJ documentó casos de imitadores de pandillas, como funcionarios de seguridad pública y justicia o empleados del sector privado que utilizan información privilegiada para obtener pagos de sus empleadores.
Un prototipo problemático
El modelo de Bukele parece sencillo: encarcelamiento a una escala sin precedentes. El gobierno salvadoreño tiene más prisioneros per cápita que cualquier otro país del mundo: más de 70,000 sospechosos —un estimado de 1,086 prisioneros por cada 100,000 personas— superando con creces la segunda tasa de encarcelamiento más alta en Cuba, que alberga a unas 794 personas por cada 100,000, y más del doble de la tasa en Estados Unidos, que tiene alrededor de 531 por cada 100,000.
¿Cómo pudo el gobierno salvadoreño detener rápidamente a decenas de miles de pandilleros que alguna vez fueron temibles sin prácticamente ninguna resistencia? Los analistas citan una serie de ventajas exclusivas de El Salvador: a diferencia de otros países que enfrentan múltiples amenazas criminales, las fuerzas del orden salvadoreñas pudieron imponer una red de perímetros alrededor de los bastiones de las pandillas en vecindarios urbanos y suburbanos densamente poblados. Además, tenían más control del sistema penitenciario, lo que les permitía aislar a los líderes de las pandillas que ya estaban encarcelados.
Además, las autoridades salvadoreñas se beneficiaron de sus negociaciones secretas con los líderes de las pandillas encarcelados. Esto les proporcionó información valiosa, incluida una base de datos de pandilleros y colaboradores. Los politólogos Manuel Meléndez-Sánchez y Alberto Vergara argumentan que el pacto entre pandillas abrió una brecha entre los dirigentes, que negociaban mejores condiciones carcelarias y protección contra la extradición, y las bases empobrecidas que permanecieron fuera. Cuando la policía y las fuerzas militares lanzaron su ofensiva en 2022, casi no encontraron oposición por parte de las pandillas, que se encontraban fragmentadas y sin la capacidad de montar una respuesta coordinada.
El presidente de El Salvador también contaba con un poder ejecutivo casi indiscutible. Mucho antes del régimen de excepción, el presidente Bukele, con la ayuda de una legislatura afín, había destituido al fiscal general, reemplazado a los cinco jueces de la sala constitucional de la Corte Suprema y obligado a decenas de jueces de tribunales inferiores a jubilarse. Eso permitió al gobierno llevar a cabo arrestos masivos, suspender el debido proceso y mantener a los sospechosos detenidos sin interferencia judicial.
Los costos económicos y sociales de mantener a un gran número de prisioneros son enormes. La población carcelaria total del país supera los 100,000 reclusos, es decir, el 2.4 por ciento de la población adulta. Eso priva a la economía de trabajadores potencialmente productivos y priva a cientos de miles de familiares, la mayoría de los cuales ya vivían en la pobreza, de ingresos indispensables. Los costos directos para el estado son desconocidos porque los decretos de emergencia permiten al gobierno administrar el gasto en seguridad sin supervisión pública.
Políticas de seguridad más estratégicas
Los costos de la inseguridad también son enormes: los delitos violentos en América Latina —una región con el 8 por ciento de la población mundial, pero un tercio de los homicidios del mundo— son un lastre para el crecimiento económico, aumentan la desigualdad y alimentan la corrupción. El Banco Interamericano de Desarrollo estimó en un estudio reciente que los costos directos del crimen y la violencia alcanzan alrededor del 3.44 por ciento del PIB de la región— medido en pérdida de capital humano más el gasto estatal y privado en seguridad. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, alrededor de la mitad de los homicidios en América Latina están relacionados con el crimen organizado y las pandillas, una proporción muy superior a la proporción estimada (22%) en el mundo en su conjunto.
PHOTO: Policía militar patrulla la colonia Flor del Campo, uno de los barrios más violentos de Tegucigalpa, Honduras, 14 de noviembre de 2013. (Rodrigo Cruz-Perez para The New York Times)
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