Honduras progresa en controlar la violencia, ¿es posible hacerlo de forma sostenible?

“Reducción histórica en la tasa de homicidios”, tuiteó el gobierno hondureño en un hilo celebrando los logros en materia de seguridad durante el primer año en el cargo de la presidenta Xiomara Castro. La tasa oficial del país de 36 asesinatos por cada 100.000 habitantes en 2022 (seis puntos menos que en 2021) mantiene a Honduras entre los países más violentos de América Latina y del mundo. Pero representa un claro avance desde principios de la década de 2010, cuando el empobrecido país centroamericano parecía atrapado en una espiral de violencia vinculada a las pandillas callejeras y al narcotráfico, con tasas que superaban los 85 asesinatos por cada 100.000 habitantes.

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Un policía militar en San Pedro Sula, Honduras, 17 de noviembre de 2018. (Tyler Hicks/The New York Times)
Un policía militar en San Pedro Sula, Honduras, 17 de noviembre de 2018. (Tyler Hicks/The New York Times)

¿Se pueden sostener esta disminución en la violencia? Y ¿Significa esto que el gobierno hondureño finalmente está prevaleciendo sobre las pandillas que aun dominan muchos barrios empobrecidos?

El gobierno hondureño acredita a sus políticas de seguridad ciudadana la mejora de las estadísticas, incluyendo la imposición un estado de excepción que comenzó a principios de diciembre de 2022. Cita datos que muestran que los asesinatos disminuyeron drásticamente ese mes en comparación con el mismo período en los años anteriores, ya que las fuerzas de seguridad se desplegaron en barrios de alta criminalidad en las ciudades de Tegucigalpa y San Pedro Sula. El objetivo de las medidas de emergencia, dijo Castro, era “erradicar la extorsión”, un negocio que ha favorecido a las pandillas que dominan muchas de las comunidades urbanas más pobres del país.

Arturo Matute de USIP explica por qué el gobierno hondureño decidió declarar una emergencia, qué implica la estrategia de seguridad integral del gobierno y cómo Estados Unidos puede apoyar políticas efectivas, humanas y sostenibles para proteger al pueblo hondureño de la violencia criminal.

¿Qué llevó a la presidenta Castro a declarar una emergencia de seguridad nacional?

La violencia pandilleril, a menudo relacionada con el delito de extorsión, ha azotado durante mucho tiempo los barrios pobres del norte de Centroamérica. Las encuestas de victimización sugieren que más de 200,000 hogares hondureños fueron víctimas de extorsión en 2022, aunque el 99 por ciento de estos delitos no fueron denunciados. En Honduras, al igual que en los países vecinos de El Salvador y Guatemala, los líderes de las pandillas en algunos casos realizan llamadas extorsivas desde las cárceles mismas, enviando a miembros en las calles para cobrar el llamado “impuesto de guerra” a individuos, hogares y empresas. Los jóvenes reclutas pueden servir como mensajeros o ejecutores, amenazando a los que no pagan y batallando contra los rivales que invaden su territorio criminal. Un estudio de 2022 estimó que las ganancias anuales provenientes de la extorsión en el norte de Centroamérica superan los US$ 1,100 millones.

Entre los más afectados se encuentran los conductores de autobuses y taxis, que en noviembre de 2022 bloquearon las calles de Tegucigalpa para exigir mejor seguridad. Según los líderes sindicales del transporte, ha aumentado el número de pandillas extorsivas, lo que obliga a los conductores de algunos barrios a realizar múltiples pagos. Según el gremio, las pandillas han asesinado a alrededor de unos 60 conductores durante el año pasado y miles más han dejado de trabajar en el sector del transporte público.

La Secretaria de Seguridad hondureña respondió anunciando el lanzamiento del “Plan Integral para el Tratamiento de la Extorsión y Delitos Conexos”, que propone reformas legales, mejoras tecnológicas e institucionales, programas comunitarios, reformas penitenciarias y mecanismos de coordinación institucional. La presidenta Castro anunció posteriormente la declaración de una emergencia nacional en materia de seguridad que suspende ciertas garantías constitucionales en comunidades afectadas por pandillas, narcotraficantes y otros delincuentes.

Bajo el “estado de excepción parcial”, que comenzó el 6 de diciembre después de su aprobación por el Congreso, el gobierno puede suspender algunos derechos civiles en 162 sectores de Tegucigalpa y San Pedro Sula, las dos ciudades más grandes del país. El decreto de emergencia fue extendido por 45 días a principios de enero, ampliando su alcance a municipios en 16 departamentos, incluidos algunos en la costa norte del país, región importante de tráfico de cocaína con destino a Estados Unidos, que llega a Honduras desde América del Sur a través de barcos y aviones.

El gobierno salvadoreño también declaró un estado de excepción en marzo de 2022 para combatir a las poderosas pandillas callejeras. ¿Está Honduras imitando a su vecino?

Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, declaró un Estado de Emergencia en marzo de 2022 después de un aumento en los asesinatos relacionados con las pandillas. Sus contundentes medidas son muy populares: los índices de aprobación de Bukele en los últimos meses han rondado el 85 por ciento. En enero de 2023, los legisladores salvadoreños renovaron por décima vez el estado de excepción.

Hasta ahora, la represión del gobierno hondureño difiere de la de El Salvador tanto en grado como en tono.

Durante el primer mes, la policía hondureña reporto el arresto de al menos a 650 presuntos pandilleros. En contraste, las fuerzas de seguridad salvadoreñas detuvieron a más de 16,000 sospechosos durante el primer mes de la emergencia. A fines de 2022, el total de arrestos en El Salvador superó los 60,000.

Además, el gobierno hondureño ha evitado en gran medida la retórica criminalizante utilizada por los funcionarios salvadoreños, quienes se refieren a los pandilleros como “terroristas”. En cambio, funcionarios hondureños, como el secretario de Seguridad Pública, Ramón Sabillón, se han concentrado en la importancia de abordar las causas profundas del crimen. El “Plan Integral” publicado en noviembre se refiere a la extorsión como un problema que requiere “un tratamiento” y no simplemente un enfoque policial.

Los grupos de derechos humanos argumentan que el estado de excepción no solo es innecesario sino potencialmente contraproducente. El gobierno debería combatir la extorsión “fortaleciendo la inteligencia policial” e “implementando metodologías científicas de investigación criminal”, dijo un análisis de Cristosal, un grupo de derechos asociado con la Iglesia Episcopal, mas no con “medidas que infrinjan los derechos de la comunidad”. En lugar de generar confianza en las comunidades marginadas, las medidas amenazan los derechos de “miles de personas que no tienen vínculos con el crimen organizado”.

Pero Sabillón, un exjefe de policía conocido por capturar a narcotraficantes de alto nivel, reconoció en una entrevista que las políticas duras contra el crimen eran populares: “A la gente no le gustan las medidas preventivas, quiere un puño duro”.

¿Por qué es tan difícil para las autoridades hondureñas combatir los delitos como la extorsión?

Castro enfrenta el desafío de balacear, por un lado, las medidas a corto plazo para demostrar su compromiso de resolver los delitos violentos con, por el otro, una estrategia a largo plazo que fortalezca las instituciones de seguridad y justicia que defienda al mismo tiempo los derechos humanos. El plan de seguridad integral de su gobierno incluye reformas esenciales, pero tardará en mostrar resultados. Requerirá cuantiosos recursos, escasos para un gobierno muy endeudado en un país con una de las tasas de pobreza más altas del hemisferio.

La extorsión es un delito complejo, que involucra una variedad de actores que se han vuelto cada vez más sofisticados, según un estudio reciente de la Asociación por una Sociedad Más Justa (ASJ), una organización cristiana sin fines de lucro. Las pandillas callejeras, o maras, siguen siendo los perpetradores más visibles, aunque se han sumado también imitadores al lucrativo negocio, incluyendo a policías corruptos. Para evitar ser detectados, los extorsionadores han diversificado sus métodos: utilizando pagos digitales en lugar de efectivo, exigiendo a sus víctimas que compren boletos de lotería clandestinos u obligándolos a vender drogas.

Los avances en las técnicas de investigación policial quedan rezagados ante las innovaciones criminales. Casi todos los casos judiciales examinados por ASJ involucraron mensajeros arrestados recibiendo billetes marcados. Los investigadores encontraron que los responsables de dirigir el negocio y los que obtienen la mayor parte de las ganancias rara vez son procesados. El gobierno tampoco ha resuelto el problema que los líderes de las pandillas dirijan sus empresas criminales desde la prisión, donde supuestamente operan call centers de extorsión.

La Policía Nacional de Honduras ha experimentado múltiples reformas, incluida la “depuración” a mediados de la década de 2010 que expulsó a varios miles de agentes, muchos por presunta corrupción, aunque pocos enfrentaron cargos judiciales. El antecesor de Castro, el presidente Juan Orlando Hernández (ahora juzgado en Estados Unidos por narcotráfico), invirtió en las fuerzas armadas, puso a la policía militar a cargo de sus fuerzas antipandillas y utilizó guardias militares en las cárceles del país.

Castro ha retirado a los mandos militares de las operaciones antipandillas y de las prisiones. Según algunos críticos, Castro ha sido demasiado apresurada, por ejemplo, en desmantelar el grupo de trabajo antipandillas antes que su reemplazo estuviera listo para hacerse cargo de las investigaciones. Otros sugieren por el contrario que está siendo demasiado cautelosa, incumpliendo sus promesas de campaña de desmilitarizar las instituciones del país. Su gobierno enfrenta la difícil tarea de desvincular a las fuerzas armadas de la lucha contra el crimen sin crear un vacío de seguridad.

¿Cómo deberían Estados Unidos y otros donantes ayudar a Honduras a atacar la violencia criminal sin amenazar los derechos humanos?

Las instituciones débiles y la corrupción generalizada conducen a la impunidad, lo que fortalece a las poderosas organizaciones criminales que han convertido a Honduras en el país más violento de América Central, desde narcotraficantes hasta pandillas callejeras. Honduras también ha sido el país menos estable políticamente de la región centroamericana. El golpe de Estado de 2009 y las controvertidas elecciones de 2017 dejaron un legado de polarización y desconfianza, hoy evidente en las controversias partidistas sobre la selección de los nuevos magistrados de la Corte Suprema.

Pero hay espacios esperanzadores. Castro ganó la presidencia en elecciones en 2021 consideradas libres y justas. La transmisión del mando fue pacífica. Castro también ha trabajado para cumplir una de las promesas de campaña más significativas para combatir la corrupción, firmando un acuerdo preliminar con las Naciones Unidas que busca establecer una comisión internacional anticorrupción. Su gobierno enfrenta el desafío de transformar a Honduras de un presunto “narco estado” a uno donde los funcionarios sean sometidos a la justicia en casos de corrupción y abuso.

La administración Biden ha hecho del buen gobierno un pilar central en la “Estrategia para abordar las causas fundamentales de la migración en Centroamérica”. Se pueden aprovechar las lecciones aprendidas en las últimas décadas de los programas financiados por donantes diseñados para apoyar a los jóvenes en riesgo y promover la participación de la sociedad civil. También se pueden redoblar los esfuerzos para profesionalizar a la policía en términos de las metodologías de investigación necesarias para desmantelar redes criminales complejas y ayudarlos a desarrollar estrategias de disuasión efectivas orientadas a las necesidades de las comunidades.

Un policiamiento más fuerte no tiene por qué sacrificar los derechos humanos. Las investigaciones sugieren que la vigilancia policial en “puntos calientes” puede disminuir los niveles de violencia homicida, especialmente cuando se combina con programas socioeconómicos específicos. La actuación policial “orientada a resolver problemas” que involucra activamente a las comunidades locales en la identificación de amenazas y la resolución de conflictos puede reducir la violencia y aumentar la confianza con las instituciones.

Estados Unidos debería también apoyar una mayor cooperación regional. Los funcionarios, profesionales, así como líderes empresariales y religiosos deberían compartir las lecciones aprendidas sobre cómo evitar que los jóvenes en riesgo se unan a las pandillas, cómo rehabilitar a los que están en prisión y cómo reconstruir el tejido social de las comunidades, teniendo en cuenta los derechos de las víctimas.

La estrategia de seguridad integral del gobierno hondureño muestra que está abierto a reformas. Estados Unidos puede ayudar al gobierno a ir más allá de las políticas reactivas a corto plazo, como el estado de excepción, hacia esfuerzos más sostenibles a largo plazo que fortalezcan las instituciones y protejan a los ciudadanos más vulnerables del país.

Arturo Matute es experto senior en seguridad ciudadana del Instituto de la Paz de EE. UU.


PHOTO: Un policía militar en San Pedro Sula, Honduras, 17 de noviembre de 2018. (Tyler Hicks/The New York Times)

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